Deja, Musa, que yo te cante versos epifánicos
-ya has cantado bastante para Homero-.
Déjame llevar a tu regazo inmaculado
delicadas palabras y suaves aromas de recuerdos.
No me abandones esta noche indecisa,
no te entregues a los brazos de otro poema maltrecho.
Tus angulosos ojos color silencio me miren abiertos
y tus manos de ángel caído guíen mi pluma aguada.
De maravillosos murmullos llené mi alma
al cruzar el cerco de los mundos últimos,
y vi, trabajando y forjando el hilo, a Tubal Caín
entre el fuego y la tierra de los hornos térreos.
Cuervos y otros huesos me llamaban por la izquierda
y águilas voladoras morían el Oriente a lo lejos,
sé, por las huellas grises de mi báculo de cedro
que seguí caminando sin responder a ellos.
Escuché decir que el tuerto no me atendería
y que vagaría entre el ave blanca y el león rojo
pero bien he probado que las lenguas mienten:
Tubal habló conmigo al pie del yunque antiguo.
El humo fue el que se rió con nosotros
dichoso de marrar lo que el viento le trajo
y el fuego me marcó fuerte en el hombro
para que todos supieran por dónde había andado.
El pantano estaba lejos, junto a sus sapos,
formas que con el tiempo se volverían ciegas.
Mientras tanto, el candor de la forja precisa
me seguiría señalando como hijo legítimo
Cuando llegue el precipicio de mi existencia
habré bebido con Dios y el Diablo,
y la forja seguirá ardiendo en las manos del Herrero...
por los siglos hasta que el lobo devore a la luna.